Celebrar una elección es una tarea muy compleja. No sólo involucra aspectos materiales, técnicos y administrativos, como el diseño y producción de boletas, la distribución de las urnas o la calidad de la tinta indeleble con la que se marca el pulgar tras el sufragio. Es también una actividad política, con perdedores y ganadores, y las respectivas consecuencias a las que eso lleva. Es también Kofi Annan, quien describía que organizar una elección es la movilización logística más compleja que puede haber en tiempos de paz.
Por ello, es fundamental que una elección, de cualquier tipo, sea conducida con integridad. Esto, en el sentido amplio, tiene dos dimensiones. La primera es la integridad moral, relacionada con la honestidad y el seguir principios éticos consistentes que no se modifiquen por intereses personales o corrupción. La segunda es integridad como solidez, el estado de que algo esté completo, intacto e inalterado. En el ámbito electoral, la integridad se refiere a procesos equitativos y libres de corrupción y manipulación que aseguren que los resultados reflejen la auténtica voluntad del pueblo.
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El inicio del Proceso de reforma electoral
